Si en un pasaje anterior el medallón atormentaba los sueños de Francesco de Melzi, cuatro siglos más tarde hará lo mismo con los de Beatriz, la protagonista principal de la novela. En su pesadilla aparecen algunas de las claves de la historia más reciente del extraño amuleto.
"Bea se encontraba lejos. Caminaba por un oscuro
callejón del barrio latino de París, acompañada por una figura tenebrosa
enfundada en una túnica negra como el carbón. Por más que lo intentaba, no
conseguía distinguir su rostro entre los pliegues de una capucha exageradamente
grande. Tan sólo dos puntos de luz de un azul intenso, relampagueando allí donde
debieran estar los ojos, parecían poblar el interior de aquella especie de
capirote. Pensó que se trataba de la muerte que la reclamaba. Pese a ello
continuó andando a su lado, sin saber por qué, dócilmente guiada por los pasos
de aquel ente sobrenatural, esperando ver caer la guadaña de un momento a otro,
casi deseando que llegase ese instante en que cercenase su cabeza y la separase
del tronco, alejándola de un mundo que se le antojaba triste y amenazador,
librándola de ese dolor que, aunque ignorante de su origen, atenazaba su alma.
Sin embargo nada ocurrió; el ente no hizo movimiento alguno. Tan sólo siguió
avanzando, adentrándose en el callejón, deslizándose sobre un adoquinado
antiguo como las entrañas de aquella ciudad, sin movimiento aparente de sus
extremidades. De pronto el callejón terminó de golpe, sin previo aviso, para ir
a desembocar en una plaza de planta triangular, una especie de plaza de armas
delimitada por un edificio cuyas paredes de piedra le resultaron familiares.
Una espesa niebla lo cubría todo, empapando el ambiente, impidiéndole en un
primer momento identificar detalle alguno que hiciera reconocible aquel tétrico
lugar. Poco a poco, conforme avanzaban hacia el centro del triángulo, la niebla
se fue disolviendo, apartándose para desaparecer en las alturas al paso de
aquella figura oscura que la guiaba. Comenzó
a adivinar algunas formas. Decenas de ventanas cuadradas rompían la
fachada en hileras perfectamente organizadas, cada una de ellas iluminada
tenuemente por la luz de un cirio negro. Miles de sombras amarillentas se
proyectaban a lo largo y ancho de las tres fachadas que ahora veía
perfectamente desde el mismo centro de aquel triángulo macabro: Wewelsburg.
Entonces la figura se detuvo y volvió hacia ella lo que debiera haber sido una
cara, que no era más que una espesa negrura, hasta casi rozarla con el pliegue
de su capucha. Los dos puntos azules proyectaron su fría luz sobre ella,
directamente enfocados a sus ojos. Levantó un brazo y señaló hacia la parte más
alta de la que parecía ser la fachada principal. Beatriz alzó la cabeza y
dirigió su mirada allí donde apuntaba la mano desnuda, carente de carne, de la
que emergía amenazante un dedo largo de huesos blancos como la leche. Beatriz
quiso gritar, pero la asfixiante atmósfera del lugar se lo impidió. Apenas
lograba llenar los pulmones del suficiente aire como para mantener una
respiración que ya de por sí era entrecortada y costosa como la de un anciano.
Expulsó todo el aire que llevaba dentro pero ningún sonido salió de su boca.
Cayó al suelo agotada, boqueando como un pez fuera del agua, tratando de
recuperar el resuello. Sobre ella, docenas de banderas rojas con las runas Sigel
destacando en negro sobre un círculo blanco, ondeaban orgullosas movidas por un
viento inexistente. Del mástil de la mayor de ellas, justo sobre la puerta
principal, colgaba..."
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