sábado, 18 de abril de 2015

La música del Medallón: Joaquín Sabina


LA MÚSICA DEL MEDALLÓN: JOAQUÍN SABINA

   No tengo una noción clara de cuándo comencé a amar las letras de Sabina. La cocina de mi madre, los viajes de Jaca a Zaragoza en un maltrecho R-12, fueron quizá los primeros escenarios imaginarios en que escuché su voz. En ellos aprendí de memoria, renglón a renglón, esa adivina, adivinanza mucho antes de tener edad para saber la respuesta. Un cuarto de siglo después, quién sabe si como homenaje inusitado, tomé mil copas en el desaparecido café Mandrágora, hoy con un nombre bien distinto. 
   
   Recuerdo unos finales de los ochenta y los primeros noventa empapados a menudo por su voz. Ya fuese golpeando las bolas de un billar, acompañado de un primer amor y soñando con las mil vidas que aún nos esperaban, ya saben, gitanito en la feria, tabernero en Dublín, ya fuese en la oscuridad más solitaria, recostada la cabeza en el hombro de la luna.

   Pronto llegaron mis primeros conciertos. Escenarios reales. El poeta por fin ante mí. La memoria me lleva a una plaza del Pilar abarrotada en extremo, rodeada de furgones azules al tiempo que una voz aún no tan rota y un coro de un millón de almas voceaban eso de ¡mucha, mucha policía! Y, poco después, quizá el mejor concierto de mi vida. Y, créanme, han sido muchos. Una gira ya mítica junto a unos Rodríguez en lo más alto. Tan alto habían subido, de la mano de esa “mujer del coco”, que apenas se sostuvieron treinta minutos bajo los focos, destrozando media docena de buenas canciones. Rozando el desastre, Sabina tomó el escenario. Y la noche cambió. Los pitos cesaron para dar paso a más de cuatro horas de un concierto inolvidable.

   Terminaron los noventa, dejando atrás los amores eternos de la primera juventud, esa en la que uno siempre se siente Gulliver en su personal país de los enanos, y comenzó la vida más real. Y lo hizo, caprichos del destino, en un mundo nuevo que se abriría allí donde se cruzan los caminos.

   Dejaba atrás demasiados juegos de romanos, quién sabe si una auténtica historia de incompatibilidad de caracteres, para verme de pronto viviendo mi particular eclipse de mar. Sabina lanzaba sus 500 noches, las mismas que yo quise dedicar a descubrir esta ciudad invivible, pero insustituible.

   Corrí cuando me lo dijo la tortuga, mentí piadosamente si fue necesario, y a menudo lo fue; vagué por mil bulevares de los sueños rotos, me gané más de un beso y más de un bofetón, descubrí el auténtico sonido del ruido, conocí a demasiadas princesas y Barbies superstar, entré mil veces en el bar de mis pecados, que fueron muchos, y pedí siempre otra copa de ron.  En mi año más oscuro en esta ciudad, conduje como un suicida aceptando todo salvo pastillas para no soñar, salí a la calle como un explorador y recorrí los mil bares de Antón Martín, Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal.

   Cien veces dije peor para el sol, y a menudo me sentí, según los amigos iban o venían, tan joven y tan viejo. Hasta que un día comprendí que ya no era ayer, sino mañana. Dejé entonces mi particular café de Nicanor y me decidí a buscar mi propia canción más hermosa del mundo. Y no tardé en encontrarla. Llegó con una morena bajita que no estaba mal y, apenas lo hizo, se instaló para siempre en mi vida

   Y en todo este tiempo, como no he dejado de hacerlo nunca, cuando me hablan del destino, cambio de conversación.

   Así que comprenderán que la poesía del maestro Sabina debía aparecer en mi primera novela. También, que me perdonen mis amigos de allá, que pese a mi amor por mis dos primeros hogares, Jaca y Zaragoza, hace años que dijera eso de yo me bajo en Atocha; yo me quedo en Madrid.






miércoles, 1 de abril de 2015

Monasterio de San Pedro de Cardeña, Burgos



LUGARES DEL MEDALLÓN: Monasterio de San Pedro de Cardeña, Burgos

En el largo deambular del medallón por la Historia, Burgos y sus inmediaciones ocupan un lugar especial. No sabría decir qué es exactamente lo que me cautivó de este monasterio de San Pedro de Cardeña, a escasa distancia de la increíble ciudad que es Burgos. Pero lo cierto es que tanto el paraje como sus muros encierran un encanto especial. Desde el primer momento tuve claro que ubicaría en él algunos de los pequeños pasajes "históricos" que, gota a gota, van rellenando las incómodas lagunas que persisten en la investigación de Bea y Mario, incapaces de desvelar por completo para el lector toda la verdad sobre el viaje del extraño amuleto. Aquí dejo dos breves fragmentos:

Monasterio de San Pedro de Cardeña, Burgos, 1103


Jimena Díaz paseaba con aire distraído por el gran patio, bajo la fachada del palacio que ya fuera su morada tiempo atrás, cuando su marido la dejara allí junto a sus dos hijas al cuidado del abad Sisebuto. Las piedras de aquel monasterio benedictino rezumaban historia tras más de dos siglos en pie; esa historia turbulenta de reinos cristianos y musulmanes que a ella y a su difunto esposo les había tocado vivir. Se había convertido sin duda en la viuda más popular de Castilla. Tan sólo un año hacía que había tenido que abandonar su querida Valencia, donde tanto y tan intensamente viviera junto a Rodrigo, el Campeador, vencida por las circunstancias y la presión almorávide. 
[...]
¾Realmente no soy yo quien reclama vuestro servicio, querido Diego, sino vuestro admirado amigo y mi difunto esposo.
¾No entiendo...
Un silencio incómodo, al menos para él, se hizo entre la pareja durante unos instantes mientras seguían andando camino del antiguo claustro del monasterio.
¾¿Tenéis conocimiento de lo que sucedió en este claustro que pisamos, hace más de dos cientos de años, don Diego?
Claustro de los mártires, monasterio de San Pedro de Cardeña.
¾No, mi señora ¾contestó impaciente, pues no era hombre de palabras sino de acción y no entendía la relación de esta pregunta con la llamada de Jimena.
¾Aquí fueron martirizados dos cientos de monjes por los invasores musulmanes. Por defender su religión, que es la nuestra.
¾No lo sabía, mi señora. Pero ¿qué tiene eso que ver con vuestra llamada?
¾El sacrificio, don Diego. El sacrificio es lo que tiene que ver [...].

* * * *

Monasterio de San Pedro de Cardeña, Burgos, 1808

¾¡Desenterrar un muerto! ¡Desenterrar un muerto! ¡Debe de parecerles que no tenemos nada mejor que hacer! ¾Quien así protestaba era el sargento de húsares Tascher mientras galopaba con un puñado de hombres¾ ¡Y nada menos que al jodido Cid! Estos españoles se revolverían como perros si lo supieran. Más vale que no haya problemas en ese monasterio...
[...]
       Ciertamente se trataba de una construcción hermosa, de colores llamativos, con dos perfectas filas de ventanas extendiéndose a cada lado del retablo principal y sendas torres a los extremos limitando, casi abrazando, la fachada. Sólo una cosa llamó su atención más que la propia edificación: reinaba allí un silencio sepulcral.
         [...]
Avanzaron hasta la puerta de madera rojiza. El sargento la empujó con fuerza pero ésta no cedió. Le propinó un par de fuertes aldabonazos y esperó. La única respuesta fue un silencio aún más intenso, acrecentado quizá por su propio desconcierto. No esperaba encontrar el lugar deshabitado, pero ésa aparentaba ser su situación.
[...]
De aquella pequeña e inesperada visita cultural, Ricard recordaría tiempo después el acogedor claustro de estilo románico, sus capiteles de roja arenisca, la quietud casi opresiva de su atmósfera, el recogimiento al que invitaban sus arcadas de dovelas a dos colores. Y en contraste con él, la imponente torre de planta cuadrada que acompañaba a la iglesia, las elegantes pero siniestras gárgolas que sustentaban los cuatro pináculos de su cima. Bajo ellos, diferentes secciones de al menos dos épocas claramente diferenciadas se fundían en la torre con singular maestría.
Fachada principal del Monasterio de San Pedro de Cardeña, en Burgos