No tengo una
noción clara de cuándo comencé a amar las letras de Sabina. La cocina de mi
madre, los viajes de Jaca a Zaragoza en un maltrecho R-12, fueron quizá los
primeros escenarios imaginarios en que escuché su voz. En ellos aprendí de
memoria, renglón a renglón, esa adivina,
adivinanza mucho antes de tener edad para saber la respuesta. Un cuarto de
siglo después, quién sabe si como homenaje inusitado, tomé mil copas en el
desaparecido café Mandrágora, hoy con un nombre bien distinto.
Recuerdo unos finales de los ochenta y los primeros noventa empapados a menudo por su voz. Ya fuese golpeando las bolas de un billar, acompañado de un primer amor y soñando con las mil vidas que aún nos esperaban, ya saben, gitanito en la feria, tabernero en Dublín, ya fuese en la oscuridad más solitaria, recostada la cabeza en el hombro de la luna.
Recuerdo unos finales de los ochenta y los primeros noventa empapados a menudo por su voz. Ya fuese golpeando las bolas de un billar, acompañado de un primer amor y soñando con las mil vidas que aún nos esperaban, ya saben, gitanito en la feria, tabernero en Dublín, ya fuese en la oscuridad más solitaria, recostada la cabeza en el hombro de la luna.
Pronto
llegaron mis primeros conciertos. Escenarios reales. El poeta por fin ante mí. La
memoria me lleva a una plaza del Pilar abarrotada en extremo, rodeada de
furgones azules al tiempo que una voz aún no tan rota y un coro de un millón de
almas voceaban eso de ¡mucha, mucha
policía! Y, poco después, quizá el mejor concierto de mi vida. Y, créanme,
han sido muchos. Una gira ya mítica junto a unos Rodríguez en lo más alto. Tan
alto habían subido, de la mano de esa “mujer del coco”, que apenas se
sostuvieron treinta minutos bajo los focos, destrozando media docena de buenas
canciones. Rozando el desastre, Sabina tomó el escenario. Y la noche cambió.
Los pitos cesaron para dar paso a más de cuatro horas de un concierto
inolvidable.
Terminaron
los noventa, dejando atrás los amores
eternos de la primera juventud, esa en la que uno siempre se siente Gulliver en su personal país de los enanos,
y comenzó la vida más real. Y lo hizo, caprichos del destino, en un mundo nuevo
que se abriría allí donde se cruzan los
caminos.
Dejaba atrás
demasiados juegos de romanos, quién
sabe si una auténtica historia de incompatibilidad
de caracteres, para verme de pronto viviendo mi particular eclipse de mar. Sabina lanzaba sus 500 noches, las mismas que yo quise
dedicar a descubrir esta ciudad invivible,
pero insustituible.
Corrí cuando me lo dijo la tortuga, mentí
piadosamente si fue
necesario, y a menudo lo fue; vagué por mil bulevares
de los sueños rotos, me gané más de
un beso y más de un bofetón, descubrí el auténtico sonido del ruido, conocí a demasiadas princesas y Barbies superstar, entré mil veces en el bar de mis pecados, que fueron muchos, y pedí siempre otra copa de ron. En mi año más oscuro en esta ciudad, conduje como un suicida aceptando todo salvo pastillas para no soñar, salí a la calle
como un explorador y recorrí los mil bares de Antón Martín, Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal.
Cien veces
dije peor para el sol, y a menudo me
sentí, según los amigos iban o venían, tan
joven y tan viejo. Hasta que un día comprendí que ya no era ayer, sino mañana. Dejé entonces mi particular café de Nicanor y me decidí a buscar mi
propia canción más hermosa del mundo.
Y no tardé en encontrarla. Llegó con una morena
bajita que no estaba mal y, apenas lo hizo, se instaló para siempre en mi vida.
Y en todo este tiempo, como no he dejado de hacerlo nunca, cuando me hablan del destino, cambio de conversación.
Y en todo este tiempo, como no he dejado de hacerlo nunca, cuando me hablan del destino, cambio de conversación.
Así que
comprenderán que la poesía del maestro Sabina debía aparecer en mi primera
novela. También, que me perdonen mis amigos de allá, que pese a mi amor por mis
dos primeros hogares, Jaca y Zaragoza, hace años que dijera eso de yo me bajo en Atocha; yo me quedo en Madrid.
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